viernes, agosto 29, 2008

El calor de los borrachos (Parte I)

A la gente enferma le encanta viajar, les gusta pasear sus marcas y alinearlas en las interminables colas para adquirir billetes. En una de esas colas pude ver a una mujer de origen bielorruso de sublime belleza, la misma que captaba mi mirada para descubrir al instante que sus ojos se separaban, cada uno a un lado a distintas velocidades, ojos carentes de armonía alguna, como si el desacuerdo emocional y su cerebro enfermizo no le bastase siquiera para consensuar hacia donde dirigir la mirada. Los enfermos se agolpan, unos con manchas violetas que tiñen de uno de los siete colores del arcoiris las insípidas calvas de la fealdad, otros convulsos cambián el tamaño de sus ojos, los reducen los expanden y los limitan hasta formar con ellos figuras de dudosa licencia. Casi nunca se puede viajar sin ver enfermos, sin que nos muestren sus heridas, la punta del iceberg que en sus cuerpos expresa la infinita tristeza que alberga el interior, heridas que carecen de valor ya que no son fruto de lucha alguna. Morir después de luchar sólo tras saber que te están matando.

No se pierdan la oportunidad de enfermar y pasar un tiempo en el hospital, para ver el mundo tras el prisma de los enfermos, para ver el amarillo de las pieles y las ojeras que caen sobre los hombros ya encogidos, el sabor amargo mezcla del paladar seco y la monotonía gastronómica de los sanatorios. Dentro de esas habitaciones el resto de la ciudad parece distar kilómetros, cuando miras por la ventana, desde alguna de esas salas acristaladas donde reciben visitas los que aun pueden caminar, puedes casi tocar la realidad pero en cualquier instante un aullido o un llanto de dolor te devuelve succionado a ese pasillo donde sólo puedes mirar al frente. Y nos compadecemos?, Sí, lo hacemos por miedo, ese miedo que tenemos todos a ser el niño que no nace y en vez de responder al nombre que sus padres con amor eligieron para él y después poder crecer y errar libremente eligiendo su destino, todos lo recuerdan con el nombre de aborto. Y es que si no sales del vientre no has existido. El miedo que provoca ser recordado como un aborto sólo es comparable al miedo que provoca la palabra cáncer, hoy todo es cáncer, un lunar en mi cara es un cáncer y yo sólo puedo pensar en cuando llegará el momento en que me decapiten para que la irregular anomalía se pueda degradar con mis restos y devolverle a la tierra una pequeña parte de lo que le he quitado.

Miedo a esa palabra, al crecimiento incontrolado y la división más allá de los límites, como medio de transporte la vía linfática y sanguínea. Enfermedad que no se muestra, que se vive en soledad y se incuba, que te mata y te denigra hasta el punto de desear haber sido un aborto. Crecer por crecer para convertirse en un ente enfermo y no vistoso, sin ojos que se malforman, ni manchas violetas, sin erupciones cutáneas ni miembros amputados, sólo unos ojos tristes durante y tras la lucha y la guadaña haciendo tiempo. Justo el tiempo necesario para cercenarme la cabeza y el maldito lunar. Los enfermos de cáncer viajan a nuestro lado en el vagón del tren, todos tenemos uno cerca y uno dentro que pronto se nos presentará. Y los que vencen... dejan de crecer.

Existen lugares donde no viven los enfermos, por extrañas circunstancias esos lugares nunca fueron ni origen ni destino de viaje alguno. Uno de esos lares es el Barrio de Russafa en la ciudad de Valencia, Por mucho que se pasee por sus calles no se divisan enfermos, las agencias de viajes cierran por falta de negocio ya que como bien he mencionado antes a los enfermos les encanta viajar. La prosperidad de este barrio es fruto de la salud y la fuerza que reina en sus calles, los enfermos han sido expulsados por alguna extraña razón que no alcanzo a entender, tal vez una perspectiva de la vida basada en la moral para médicos de aquel filósofo alemán al que su hermana le envenenó las líneas, tal vez por comodidad o por una concepción paisajística que aún no se han alcanzado en otras zonas residenciales inimaginadas por Ildefons Cerdà o bien su periodo enfermizo es corto, casi diferencial, y no da tiempo de verlos antes de que sea demasiado tarde y la caja de pino abrigue su cuerpo ya terminado.


En busca del motivo de esa aparente y fabulosa salubridad un día me encontré con algo que podría ser un indicio. En la entrada de la pequeña y misteriosa calle chella (se cuenta que tiene entrada pero nadie ha llegado al otro lado) se había dispuesto un viejo pupitre con la estructura conformada por elementos tubulares pintados de un color verde que rehuye de cualquier esperanza, por zonas la pintura se desprendía y tras ella asomaba el verdadero color marronáceo de aquellos elementos fabricados para no agradar, sobre la estructura tubular un tablero de conglomerado forrado con una triste chapa que en sus cantos redondeados simula con vetas estar formado por láminas superpuestas. Junto a la mesa una silla a juego con la misma pero, si cabe, con sus trazos más escuetos, el cuadro cambiaba cuando sobre la silla se adivinaba sentada una persona de grandes y redondeadas dimensiones, ser humano de igual grosor en su frontal y en su canto, de frente grasienta, boca cuarteada y nariz incompleta como único sustento a unas gafas de soporte metálico, en todo su rostro múltiples agujeros y hoyuelos provocados por los picotazos de aves que deben haber perdido el sentido del vuelo y del juicio. La tez de aquel hombre no era de color uniforme y las manchas en la misma se tornaban por zonas azuladas, violáceas, amarillentas y negruzcas. Me pareció ver como de su mano derecha se desprendía el dedo meñique hacia el suelo donde impactaba y se rompía de manera frágil en dos o tres pedazos. Aquel dedo era de color negro, el menos abundante en la increíble superficie de aquel fenómeno. En su otra mano asía tembloroso una botella de plástico transparente, como las de agua, pero llena hasta un tercio de la misma con un líquido de color rosa pálido. En ese mismo momento aquel individuo se dió cuenta de mi presencia, me miró con sus ojos muertos, incapaces de expresar sentimiento alguno, llevó la botella a la boca y tras ingerir tres o cuatro tragos de la misma se adentró en la calle con premura y lo perdí de vista no sin antes ver que su piel cambiaba de color y se volvía algo más pálida y similar a la tez de cualquier otro vecino del barrio. Todo esto ocurrió en cuestión de segundos y culpando a mi borrachera de mis fantásticas visiones regresé a casa, no sin prometerme volver en busca de otro indicio.

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